Cuentos de terror de Howard Phillips Lovecraft
EL HORROR
DE DUNWICH
I
Cuando el que viaja por el norte de la región central de
Massachusetts se equivoca de dirección al llegar al cruce de la carretera de
Aylesbury nada más pasar Dean's Corners, verá que se adentra en una extraña y
apenas poblada comarca. El terreno se hace más escarpado y las paredes de
piedra cubiertas de maleza van encajonando cada vez más el sinuoso camino de
tierra. Los árboles de los bosques son allí de unas dimensiones excesivamente
grandes, y la maleza, las zarzas y la hierba alcanzan una frondosidad rara vez
vista en las regiones habitadas. Por el contrario, los campos cultivados son
muy escasos y áridos, mientras que las pocas casas diseminadas a lo largo del
camino presentan un sorprendente aspecto uniforme de decrepitud, suciedad y
ruina. Sin saber exactamente por qué, uno no se atreve a preguntar nada a las
arrugadas y solitarias figuras que, de cuando en cuando, se ve escrutar desde
puertas medio derruidas o desde pendientes y rocosos prados. Esas gentes son
tan silenciosas y hurañas que uno tiene la impresión de verse frente a un
recóndito enigma del que más vale no intentar averiguar nada. Y ese sentimiento
de extraño desasosiego se recrudece cuando, desde un alto del camino, se
divisan las montañas que se alzan por encima de los tupidos bosques que cubren
la comarca. Las cumbres tienen una forma demasiado ovalada y simétrica como
para pensar en una naturaleza apacible y normal, y a veces pueden verse
recortados con singular nitidez contra el cielo unos extraños círculos formados
por altas columnas de piedra que coronan la mayoría de las cimas montañosas.
El camino se halla cortado por barrancos y gargantas de una
profundidad incierta, y los toscos puentes de madera que los salvan no ofrecen
excesivas garantías al viajero. Cuando el camino inicia el descenso, se
atraviesan terrenos pantanosos que despiertan instintivamente una honda
repulsión, y hasta llega a invadirle al viajero una sensación de miedo cuando,
al ponerse el sol, invisibles chotacabras comienzan a lanzar estridentes
chillidos, y las luciérnagas, en anormal profusión, se aprestan a danzar al
ritmo bronco y atrozmente monótono del horrísono croar de los sapos. Las
angostas y resplandecientes aguas del curso superior del Miskatonic adquieren
una extraña forma serpenteante mientras discurren al pie de las abovedadas
cumbres montañosas entre las que nace.
A medida que el viajero va acercándose a las montañas, repara más
en sus frondosas vertientes que en sus cumbres coronadas por altas piedras. Las
vertientes de aquellas montañas son tan escarpadas y sombrías que uno desearía
que se mantuviesen a distancia, pero tiene que seguir adelante pues no hay
camino que permita eludirlas. Pasado un puente cubierto puede verse un
pueblecito que se encuentra agazapado entre el curso del río y la ladera cortada
a pico de Round Mountain, y el viajero se maravilla ante aquel puñado de
techumbres de estilo holandés en ruinoso estado, que hacen pensar en un período
arquitectónico anterior al de la comarca circundante. Y cuando se acerca más no
resulta nada tranquilizador comprobar que la mayoría de las casas están
desiertas y medio derruidas y que la iglesia - con el chapitel quebrado -
alberga ahora el único y destartalado establecimiento mercantil de toda la
aldea. El simple paso del tenebroso túnel del puente infunde ya cierto temor,
pero tampoco hay manera de evitarlo. Una vez atravesado el túnel, es difícil
que a uno no le asalte la sensación de un ligero hedor al pasar por la calle
principal y ver la descomposición y la mugre acumuladas a lo largo de siglos.
Siempre resulta reconfortante salir de aquel lugar y, siguiendo el angosto
camino que discurre al pie de las montañas, cruzar la llanura que se extiende
una vez traspuestas las cumbres montañosas hasta volver a desembocar en la
carretera de Aylesbury. Una vez allí, es posible que el viajero se entere de
que ha pasado por Dunwich.
Apenas se ven forasteros en Dunwich, y tras los horrores padecidos
en el pueblo todas las señales que indicaban cómo llegar hasta él han
desaparecido del camino. No obstante ser una región de singular belleza, según
los cánones estéticos en boga, no atrae para nada a artistas ni a veraneantes.
Hace dos siglos, cuando a la gente no se le pasaba por la cabeza reírse de
brujerías, cultos satánicos o siniestros seres que poblaban los bosques, daban
muy buenas razones para evitar el paso por la localidad.
Pero en los racionales tiempos que corren - silenciado el horror
que se desató sobre Dunwich en 1928 por quienes procuran por encima de todo el
bienestar del pueblo y del mundo - la gente elude el pueblo sin saber
exactamente por qué razón. Quizá el motivo de ello radique - aunque no puede
aplicarse a los forasteros desinformados - en que los naturales de Dunwich se
han degradado de forma harto repulsiva, habiendo rebasado con mucho esa senda
de regresión tan común a muchos apartados rincones de Nueva Inglaterra. Los
vecinos de Dunwich han llegado a constituir un tipo racial propio, con estigmas
físicos y mentales de degeneración y endogamia bien definidos. Su nivel medio
de inteligencia es increíblemente bajo, mientras que sus anales despiden un
apestoso tufo a perversidad y a asesinatos semiencubiertos, a incestos y a
infinidad de actos de indecible violencia y maldad. La aristocracia local,
representada por los dos o tres linajes familiares que vinieron procedentes de
Salem en 1692, ha logrado mantenerse algo por encima del nivel general de
degeneración, aunque numerosas ramas de tales linajes acabaron por sumirse
tanto entre la sórdida plebe que sólo restan sus apellidos como recordatorio da
origen de su desgracia. Algunos de los Whateley y de los Bishop siguen aún
enviando a sus primogénitos a Harvard y Miskatonic, pero los jóvenes que se van
rara vez regresan a las semiderruidas techumbres de estilo holandés bajo las
que tanto ellos como sus antepasados nacieron y crecieron.
Nadie, ni siquiera quienes conocen los motivos por los que se
desató el reciente horror, puede decir qué le ocurre a Dunwich, aunque las
viejas leyendas aluden a idolátricos ritos y cónclaves de los indios en los que
invocaban misteriosas figuras provenientes de las grandes montañas rematadas en
forma de bóveda, al tiempo que oficiaban salvajes rituales orgiásticos
contestados por estridentes crujidos y fragores salidos del interior de las
montañas. En 1747, el reverendo Abijah Hoadley, recién incorporado a su
ministerio en la iglesia congregacionalista de Dunwich, predicó un memorable
sermón sobre la amenaza de Satanás y sus demonios que se cernía sobre la aldea
en el que, entre otras cosas, dijo:
No puede negarse que semejantes monstruosidades integrantes de un
infernal cortejo de demonios son fenómenos harto conocidos como para intentar
negarlos. Las impías voces de Azazel y de Buzrael, de Belcebú y de Belial, las
oyen hoy saliendo de la tierra más de una veintena de testigos de toda
confianza. Y hasta yo mismo, no hará más de dos semanas, pude escuchar toda una
alocución de las potencias infernales detrás de mi casa.
Los chirridos, redobles, quejidos, gritos y silbidos que allí se
oían no podían proceder de nadie de este mundo, eran de esos sonidos que sólo
pueden salir de recónditas simas que únicamente a la magia negra le es dado
descubrir y al diablo penetrar.
No había pasado mucho tiempo desde la lectura de este sermón
cuando el reverendo Hoadley desapareció sin que se supiera más de él, si bien
sigue conservándose el texto del sermón, impreso en Springfield. No había año
en que no se oyese y diese cuenta de estrepitosos fragores en el interior de
las montañas, y aún hoy tales ruidos siguen sumiendo en la mayor perplejidad a
geólogos y fisiógrafos.
Otras tradiciones hacen referencia a fétidos olores en las
inmediaciones de los círculos de rocosas columnas que coronan las cumbres
montañosas y a entes etéreos cuya presencia puede detectarse difusamente a
ciertas horas en el fondo de los grandes barrancos, mientras otras leyendas
tratan de explicarlo todo en función del Devil's Hop Yard, una ladera
totalmente baldía en la que no crecen ni árboles, ni matorrales ni hierba
alguna. Por si fuera poco, los naturales del lugar tienen un miedo cerval a la
algarabía que arma en las cálidas noches la legión de chotacabras que puebla la
comarca.
Afirman que tales pájaros son psicopompos que están al acecho de
las almas de los muertos y que sincronizan al unísono sus pavorosos chirridos
con la jadeante respiración del moribundo. Si consiguen atrapar el alma
fugitiva en el momento en que abandona el cuerpo se ponen a revolotear al
instante y prorrumpen en diabólicas risotadas, pero si ven frustradas sus
intenciones se sumen poco a poco en el silencio.
Claro está que dichas historias ya no se oyen y no hay quien crea
en ellas, pues datan de tiempos muy antiguos. Dunwich es un pueblo
increíblemente viejo, mucho más que cualquier otro en treinta millas a la
redonda. Al sur aún pueden verse las paredes del sótano y la chimenea de la
antiquísima casa de los Bishop, construida con anterioridad a 1700 en tanto que
las ruinas del molino que hay en la cascada, construido en 1806, constituyen la
pieza arquitectónica más reciente de la localidad. La industria no arraigó en
Dunwich y el movimiento fabril del siglo XIX resultó ser de corta duración en
la localidad. Con todo, lo más antiguo son las grandes circunferencias de
columnas de piedra toscamente labradas que hay en las cumbres montañosas, pero
esta obra se atribuye por lo general más a los indios que a los colonos. Restos
de cráneos y huesos humanos, hallados en el interior de dichos círculos y en
torno a la gran roca en forma de mesa de Sentinel Hill, apoyan la creencia de
que tales lugares fueron en otras épocas enterramientos de los indios pocumtuk,
aun cuando numerosos etnólogos, obviando la práctica imposibilidad de tan
disparatada teoría, siguen empeñados en creer que se trata de restos caucásicos.
Analisis:
La
historia es un relato corto escrito
por H. P. Lovecraft en 1928 y publicada por Weird Tales en
marzo de 1929.
Transcurre en el pueblo ficticio de Dunwich, Massachusetts.
Se lo considera una de las obras principales de los Mitos de Cthulhu.
En 1970 se estrenó una película basada en este
relato, protagonizada por Dean Stockwell,
como Wilbur Watheley, Ed
Begley y Sandra
Dee. Aunque la película toma algunas cosas del relato, es muy
diferente del mismo.
El Horror
de Dunwich’ es una novela corta escrita en 1928 y publicada por primera vez un
año más tarde en la revista Weird Tales. Se la considera una de las historias
integrantes de los Mitos de Cthulhu, una especie de panteón de divinidades
extraterrestres. Recordemos que si bien los primeros mitos fueron obra directa
de Lovecraft, quien realmente clasificó a estos seres fue August Derleth, uno
de los escritores que formaron parte del llamado Círculo de Lovecraft. Derleth
creó a los Dioses Arquetípicos y los contrapuso a los Dioses Primigenios, con
lo que introdujo una variación que no estaba presente en la creación original
de Lovecraft: el factor moral por el que los dioses son “buenos” o “malos”.
La
influencia más evidente en ‘El Horror de Dunwich’ es la literatura de Arthur
Machen, de hecho el nombre de Dunwich es mencionado en la obra de éste ‘El
terror’.
El relato
narra la historia de Wilbur Whateley, hijo de Lavinia Watheley, una mujer
albina y deformada, y padre desconocido, y de los acontecimientos que tienen
lugar como consecuencia de su nacimiento. Todo lo que rodea a la familia
Whateley está marcado por el misterio y los rumores que afirman que el viejo
Whateley, padre de Lavinia, practica la brujería.
Wilbur
crece a una velocidad inusitada, se sospecha que está relacionado de alguna
forma con Yog-Sothoth (un dios exterior), y que el granero familiar alberga a
un ser extraño y descomunal que los obliga a ampliar progresivamente la
construcción. Unos años después, el viejo Whateley, mentor del niño en las
ciencias ocultas, fallece y Lavinia desaparece de forma inexplicable. Entonces
Wilbur descubre que la edición del Necronomicón heredada
de su abuelo está incompleta, y acude a la Universidad de Miskatonic para
revisar la versión completa. Ante la imposibilidad de poseer el libro, o al
menos de copiar la parte que necesita, una noche Wilbur intenta robarlo. Pero
su incursión fracasa y muere atacado por un perro guardián. El cadáver revela
lo que siempre se sospechó en el aislado pueblo de Dunwich: el joven Whateley
distaba mucho de ser un ser humano “normal”.
Tras su
muerte, el granero explota y se desencadena lo que se conocerá como el período
del horror…
Nadie, ni siquiera quienes conocen los hechos relacionados con el
horror reciente, pueden decir con exactitud qué sucede con Dunwich; aunque las
leyendas antiguas hablan de ritos impíos y aquelarres de los indios, en medio
de los cuales invocaban a sombras prohibidas en las grandes colinas redondeadas
y realizaban salvajes plegarias orgiásticas contestadas por fuertes crujidos y
truenos bajo tierra.
Esta es
la primera vez que Lovecraft concede importancia a Yog-Sothoth, aunque ya lo
había mencionado en ‘El caso de Charles Dexter Ward’. Resulta interesante
también la referencia al Necronomicón, libro ficticio sobre magia del que
Lovecraft creó toda una historia.
Como ya
comenté en la reseña de ‘Bestiario’, lo más destacable de Lovecraft son sus
descripciones de ambientes terroríficos y criaturas sobrenaturales. Es sobre
todo lo que no vemos en Dunwich (lo que intuimos, lo que sentimos), lo que
desencadena el miedo.
Como todo
libro publicado por Libros del Zorro Rojo, ‘El horror de Dunwich’ no sólo es
valorable por su calidad literaria, sino especialmente por su edición, cuidada,
refinada, y por las ilustraciones, inseparables del texto. En esta ocasión han
sido realizadas por el artista argentino Santiago Carusoque ha sabido recrear con
maestría las atmósferas inquietantes de la imaginación de Lovecraft:
Espero haber aportado algo al mundo de H. P. Lovecraft, ese
solitario espacio que he visitado tantas veces, lleno de intriga y espanto.
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